Ciudad de México, 11 de enero de 2021. La ocupación hospitalaria se acerca al 90% y algunos enfermos mueren en las sillas de ruedas sin conseguir una cama
La zona metropolitana del Valle de México, un ruidoso monstruo de 28 millones de habitantes, permanece prácticamente en silencio desde hace tres semanas. En plena segunda ola de la pandemia de coronavirus, que ya ha arrebatado la vida a más de 130.000 mexicanos —alrededor de 23.000 en la capital— las ensordecedoras sirenas de las ambulancias son cada vez menos frecuentes en Ciudad de México, que aún se mantiene en semáforo rojo. La saturación de pacientes por covid-19 ha orillado a los hospitales a casi el 90% de su capacidad. En consecuencia, muchos de esos centros ya no aceptan más enfermos. En la alcaldía de Tláhuac, un joven se apresura para pedir asistencia a las puertas del nuevo hospital del ISSSTE para trabajadores del Estado, inaugurado el pasado 13 de diciembre. “Tengo un paciente enfermo en el coche. Por favor, necesito que le atiendan”. En un tono hastiado por la repetición, el personal de seguridad que custodia la entrada le informa con paciencia de que no puede ingresarle. “Lo siento, estamos llenos y no nos quedan camas”. Con un gesto de derrota, el joven desesperado da la espalda al guardia y permanece inmóvil unos segundos mientras decide a dónde ir. Este es el tercer hospital en el que fracasa.
Con casi 10.000 camas ocupadas, la zona metropolitana del Valle de México se acerca al colapso. El mapa que indica con un semáforo la disponibilidad de los centros covid-19 habilitados se tiñe de rojo y los casos registrados crecen exponencialmente, con una media de 5.000 casos nuevos diarios en la última semana. De continuar con esta tendencia, hay un 99% de probabilidad de llegar a la saturación de los hospitales a finales de enero, según un informe del CIDE y la Universidad de Stanford. Una línea que no se ha cruzado en toda la pandemia. No obstante, las autoridades aseguran que ese límite no se alcanzará y para ello preparan distintos planes para aumentar la capacidad hospitalaria. La próxima semana, coinciden, será decisiva.
Mientras, el país superaba este fin de semana el millón y medio de contagios, con 16.105 casos más que los comunicados el día anterior y 133.204 muertes acumuladas, 1.135 más. La letalidad está situada en un 6%.
El Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER) hay un cartel que corta el paso a las puertas del triaje: “Aviso: hospital sin disponibilidad”. Del edificio solo entran y salen familiares de pacientes ataviados con meticulosos equipos de seguridad con dobles mascarillas y viseras. Solo pueden pasar a dejar en la sala de espera las bolsas con almohadas, ropa y algunos medicamentos para sus familiares, que han conseguido ingresar y a los que no pueden visitar. Una mujer que sale de la sala se desinfecta de arriba abajo con un spray al llegar a su coche y espera a que salga su madre, a quien le han dado el alta tras 15 días luchando contra el virus. “Aún no está del todo recuperada, pero nos han pedido que nos la llevemos para dejar una cama libre. Hay que dejar espacio para que otras personas puedan tener una oportunidad”, dice junto al tanque de oxígeno que ha comprado para darle tratamiento desde casa. A pocos metros de allí, en el hospital Gea González, los médicos salen de sus largos turnos vencidos por el agotamiento, algunos con lágrimas en los ojos e incapaces de hablar.
Un doctor de este centro, que ha contado de forma anónima a EL PAÍS la situación límite que se vive dentro del hospital por miedo a represalias, narra cómo ha tenido que enviar a varios pacientes que piden asistencia a otros hospitales, a sabiendas de que cuando los enfermos lleguen allí posiblemente tampoco quede sitio. En consecuencia, el médico ha podido presenciar cómo los mexicanos que esperan una cama en la calle acaban muriendo en una silla de ruedas. “Y lo que está pasando es que los pacientes tienen que ir a algún lugar privado y muchos no son buenos, pero son muy baratos”, indica. Respecto a la primera ola, señala que esta vez los pacientes son más jóvenes y que la letalidad es mayor aunque el enfermo no tenga ninguna otra patología previa que agrave su riesgo. “La Secretaría de Salud nunca debió de haber quitado el semáforo rojo”, sentencia.
Durante los seis meses que la capital consiguió permanecer en semáforo naranja —con las actividades económicas no esenciales como la hostelería y el comercio reanudadas— la curva de casos que iba en descenso rebotó y alcanzó un nuevo récord. Tras varias semanas de pretextos para no endurecer las medidas, la jefa de Gobierno decretó el semáforo rojo el pasado 18 de diciembre. Con la hostelería, gimnasios y comercios cerrados y la recomendación de solo salir de ser necesario, la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum, esperaba poder volver a cambiar de color el modelo epidemiológico de la ciudad el próximo día 11 de enero. “Tenemos que seguir guardando las mismas medidas que hemos guardado hasta ahora. Sería difícil regresar a una situación de apertura ahora”, indicó Sheinbaum el pasado jueves. Actualmente hay alrededor de 32.000 casos activos en la zona metropolitana y la última semana ha sido la que más muertes por covid-19 ha acumulado. La jefa de Gobierno advirtió que solo quedan 771 camas generales y 246 con ventilación.
Para acelerar la detección de casos, el Gobierno local concentra los esfuerzos en los puntos de pruebas covid. En total hay 74 quioscos repartidos por los municipios donde las infinitas colas se aglomeran para realizarse un test rápido en cadena. El proceso se completa en menos de un minuto: sentarse en la silla, realizar el raspado y hacerse a un lado hasta tener el resultado. En cada puesto se realizan diariamente alrededor de 200 pruebas. En total, se hacen entre 16.000 y 18.000 al día y un 26% de las mismas da positivo.
La descontrolada ola de contagios no se percibe desde el exterior del Hospital General Dr. Eduardo Liceaga, un centro de acceso universal demandado por los trabajadores sin seguridad social. En diciembre, los campamentos de familiares de pacientes que esperaban recibir noticias entre mantas y sillas de camping se extendían por las calles de alrededor del hospital. En enero, apenas quedan unos pocos. El traumatólogo Marcos Alfonso Fuentes Nicamedi señala que, al haber tenido que derivar al personal de todos los departamentos para atender casos de covid-19, solo están realizando urgencias e intervenciones postoperatorias. En consecuencia, los pacientes que aguardaban en los campamentos han desistido en su espera. “Hemos tenido que reducir las cirugías al mínimo, mucho más de lo que esperábamos. En ginecología no queda casi nadie, y los que trabajan en la torre covid están al límite”, indica.
En Tláhuac, Adriana y Alejandro esperan al coche funerario para recoger el cuerpo de su padre, fallecido la noche anterior. Al ser un maestro de primaria jubilado, consiguió plaza en el hospital para trabajadores del Gobierno de esta alcaldía un día antes de que ya no quedaran más camas. “Cuando se enfermó estuvo una semana en casa con oxígeno, quería ver si se recuperaba porque sabía que si le ingresaban era probable que no saliera y no podría estar con su familia”, cuenta su hija con la voz quebrada. Cuando los tanques dejaron de satisfacer la demanda de oxígeno de sus dañados pulmones, le ingresaron y falleció unos días más tarde.
Adriana tuvo que reconocer su cadáver por la foto que le mandó la doctora por WhatsApp, y cuando le entreguen el cuerpo no podrá abrir el saco negro por el riesgo de contagio. “Nos han dado 12 horas para recogerlo, es una medida para evitar el abandono de cadáveres y liberar camas cuanto antes. Mucha gente no los viene a buscar porque no puede permitirse enterrarlos”, señala. La factura para procesar los cuerpos de enfermos por covid —con el cobro extra de 5.000 pesos incluido por los equipos especiales necesarios para manipular cadáveres todavía contagiosos— asciende a 20.000 pesos (mil dólares), un gasto inasumible para la economía media mexicana.
En la otra punta de la ciudad, el edificio de convenciones de Citibanamex reconvertido a centro covid-19, apura las últimas camas. El pasado 4 de enero, la Fundación Slim y el Gobierno local consiguieron aumentar la capacidad y pasar de 246 a 607 camas. Dos doctoras que entran a realizar su turno aseguran que, pese al esfuerzo, ya solo quedan 90. “Sorprende que la mayoría de pacientes rondan los 55 años, quizás por eso aquí la mortalidad no es tan alta”, indica. Sin embargo, con el fin de la temporada de fiestas y reuniones navideñas, esperan que el centro se llene en los próximos días.